martes, 28 de diciembre de 2010

PARAPAPÁ

Es tiempo de finalizar el año, y como todo medio de comunicación (o el que crea y quiera serlo) viene la temporada de vacaciones. La fiebre de las cabañas no se sumará a las fiestas colectivas ni a los recesos laborales no remunerados, pero sí se encargará de entregar contenidos parecidos a lo que habitualmente ha entregado.

Hoy les ofrecemos un delicioso refrito, un remake, un enlatado literario que ya ha sido publicado pero que por la época vale la pena recordar. Esta es mi forma de celebrar el año nuevo y de recordar que la otra semana hay un par de cumpleaños Ávila.

Suerte con esto.

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Cuando colgamos el teléfono, me mordí el labio. Otra vez adopté esa maña familiar que refleja preocupación y algo de ansiedad. Los Ávila somos ansiosos, impacientes, poco asertivos y muy acelerados. Eso lo he aprendido cuando me paro frente al espejo del Ávila que me ha heredado lo que tengo: mi Papá. Un héroe local que ha disfrazado de alegrías mis más profundas incertidumbres.

Recuerdo que en 1992 vivíamos en un barrio llamado Suba. Papá logró comprar a crédito un apartamento en Ciudadela Cafam, urbanización que prometía elevar la creciente población del sector. Efectivamente, ahora Suba es de los barrios más sobrepoblados de Bogotá, pero también es un lugar al que he vuelto como visitante que rememora sus hazañas en sepia.

En aquellos días observaba las transacciones de Papá y me sentía orgulloso, pues siempre que conquistaba algo nos llevaba a Mamá y a mí a celebrar por fuera del barrio. Los tres nos montábamos en el Renault 4 verde que mi Mamá llamaba Renecito y nos llevaba generalmente al norte de la ciudad a comer, a visitar a alguna de las abuelas o a simplemente aislarnos de nosotros mismos. En ese carro aprendí lo que significaba el día domingo de un hijo condenado al suplicio de un papá que trabajaba el día de reposo.

Sentarse a la mesa con Papá era asistir a una cátedra de la vida real y la cultura pop. Siempre informado de la actualidad noticiosa, Él me enseñó a escuchar noticias en radio, a comportarme en sociedad, a utilizar la palabra cálzate para darle la orden a alguien de que se ponga sus zapatos, a hacer malabares con las manos para deslumbrar a los comensales que aguardaran junto a mí. Papá me iluminó la senda del fútbol y me mostró que los Ávila le vamos a Millonarios gústele a quien le guste. Papá me enseñó a aplicarme el talco, a dormir sin calzoncillos y a buscar oportunidades donde nadie más las ve.

Papá me enseñó que las cometas necesitan pita para volar, que si quiero que se eleven debo correr y arrastrarlas en el aire para luego soltarlas con fuerza. Ahora entiendo por qué cuando me decía que dejara volar mi imaginación no solo se refería a la lúdica práctica Agostina. Él siempre ha sido un soñador incansable, luchador tenaz y estupendo narrador. Papá me enseñó que todo hombre debe saber hacer tres cosas para ser un verdadero hombre: bailar, nadar y conducir.

Cuando nos trasteamos al barrio Cedro Golf, ubicado en el norte bogotano que tanto visitábamos, jugábamos lucha libre como dos amigos que se divierten con frescura. Lo hacíamos después de que llegaba la luz, porque como en la época el Gobierno había implementado la medida del racionamiento, la luz se cortaba todas las tardes. De todas formas, Papá llegaba en la noche, tiempo en el que lo esperaba en la ventana con el balón azul bajo mi descalzo pie derecho. Cálzate hijo, cálzate me decía señalando el frío piso de la entrada. Era el pretexto para sumarle a la diversión pugilista nuestro código masculino: Millonarios gústele a quien le guste.

Julio Ramón Ribeyro, cuentista peruano, decía que uno tarde o temprano termina convirtiéndose en el padre de su padre. A Papá le llegó ese día en 2007 cuando su papá murió. Me decía que el dolor de la pérdida no era tan fuerte como el desconsuelo de haber malgastado el tiempo en vida de su viejo. Ese día lo vi triste, porque sabía que su Papá no estaría nunca más para aconsejarlo o para guiarlo. Papá no ha muerto, pero a veces siento que nuestra relación se parece a la del abuelo y él: casi se derrama como agua en flores de cementerio: se empoza, madura y hasta fermenta por la costumbre.

Cito nuevamente a Ribeyro, en palabras del cronista Diego Garzón: Las palabras que callamos eran las que deberíamos haber pronunciado. Los gestos que guardamos por pudor eran los que deberíamos haber cumplido. Los actos que nos parecieron triviales eran los que se esperaban de nosotros… Paguemos ahora las consecuencias. Como el tiempo perdido lo lloran los santos, sufro por creerme tan santo que pierdo el tiempo que me queda con Papá. Todavía sueño con el día en que compre mi carro, me case, me gradúe y hasta tenga mis hijos, no por mí, sino para tener la bendición de observarlo asintiendo cerca de mí.

Hace poco compartí con Papá en su carro. Me gusta verlo y oírlo cantar sus canciones favoritas: El patillero de Fruko y sus Tesos y Llorarás de Oscar D’ León, esta última pude verla en vivo en un concierto en Cali, donde lo tuve presente hasta el último acorde. Papá entona y afina su voz, algo que siempre le he admirado porque gracias a ella y su trabajo como animador de eventos, yo labré gran parte de mi vida profesional. Papá me enseñó a aplicar la filosofía que una vez aprendió de un Doctor apellidado Acuña: Más que la razón, una buena relación, que para mí no era más que dejársela montar en nombre de tener a todos contentos. Ahora entiendo que se refería a no discutir con gente testaruda que nunca iba a ceder en sus argumentos.

Ahora que colgamos el teléfono y me mordí el labio, mi boca supo a recuerdos, episodios melancólicos que me hacen pensar en Papá, en lo mucho que he aprendido y en lo mucho que me falta. Mis hermanos han crecido y ante la ausencia de Papá, imprimen sus miedos en mi imagen masculina, esperando que su hermano mayor les ofrezca una luz al final del túnel. Sé que Papá estaría orgulloso de mí si supiera que he seguido su ejemplo, su tezón y su firmeza para actuar; le gustaría saber que estoy conquistando el mundo como él me lo decía de niño, reiría con mis letras y lloraría con mis palabras.

Jaime Sabines le escribió a su padre un poema sobre el dolor de la pérdida y que para mí, refleja la preocupación de un hijo que, a la distancia, sostiene otra vez ese pedestre balón azul y aguarda junto a la ventana: Tú eres el tronco invulnerable y nosotros las ramas, / por eso es que este hachazo nos sacude. / Nunca frente a tu muerte nos paramos / a pensar en la muerte, / ni te hemos visto nunca sino como la fuerza y la alegría.


Junio 29 de 2010

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