lunes, 11 de julio de 2011

Milagros creativos II

Según Fernando Gaitán, reconocido libretista y productor televisivo (por lo menos reconocido por mí), la televisión se basa en dos palabras: gusto y expectativa. Si uno logra hacer productos apetecibles, que enganchen, que gusten y atraigan; y aunado a eso sabe cómo venderlos y promocionarlos, está asegurando el éxito en pantalla de cierta forma. Como en todo, nunca existirán las fórmulas ni los modelos que pronostiquen un palo, porque detrás de cada historia a la que el público le da su dedo pulgar arriba hay una suma de muchos esfuerzos personales y grupales en espacio y tiempo.

Como dicen en estos pasillos desde los que escribo: los planetas se alinearon y los astros se confabularon. Yo, más interesado en Silvestre Dangond que en cualquier ciencia astrológica, decido pensar que cuenta mucho la firma del que ha escrito una historia, pues para mí es prenda de garantía y confianza ver una pluma famosa y talentosa detrás de algún producto televisivo.

Ya dejé claro alguna vez que mi vida es un cúmulo de sucesos entretejidos por Dios, pero que también toman su ritmo y camino cuando yo tomo parte en ellos. También que sigo replanteando el presente para construir el futuro y muchas más interesantes afirmaciones ligadas a la escritura audiovisual por las cuales fui tildado de mamerto, filipichín y falso profeta. Lo curioso es que quienes se sublevaron en contra de La Fiebre ahora respiran moscas por la boca, fueron desplazados y desenmascarados luego de su falsa primera conversión y lo mejor, no tuve que mover un dedo para ese cruel final. Bastó con hablar con el dueño del letrero y comentarle mis angustias para que dictara un nuevo transcurrir de la situación. Sigo creyendo firmemente en la escritura propia de la vida.

Tras las frenéticas temporadas, suelo dedicarme al reposo mental y corporal con mi compañera habitual para adobar los milagros creativos: la música. De hecho, a través de mis sonidos preferidos baño estas letras, que para muchos van directo al baño por ser tan letradas y parecer letrinas. Lo que salvé del retrete fue mi fe, porque aunque creí que después del paso de René por un motel para carros la cosa se normalizaba, no me estaba dando cuenta que se avecinaba un interesante punto de giro, un cambio de frente, una situación clímax como aquellas que tanto le agradan a Él ponerme.

Mis finanzas quedaron golpeadas después de la inversión (guiño guiño) que tuve que hacerle a René, pues eso de cuidar hijos que no son de uno siempre saldrá caro. Alcancé a guardar dinero para pagarle a mi anaconda y culebra mayor su parte mensual para que no se ponga agresiva ni me inyecte su veneno: tenía ahorrado lo de la cuota del Icetecs (Me echo la bendición y toco madera, porque dicen que si se repite su nombre tres veces se aparece frente al espejo del baño), y le pedí a mi mamá que fuera al banco a pagar por mí mientras yo seguía en la búsqueda de historias con gusto y expectativa. Lo que no gustaría pero sí generaría expectativa sería lo que vendría, pues mientras mamá hacía fila en el banco fue distraída por un grupo de extraños que le arrebatarían tanto el dinero como el recibo, dejándola asustada y frente al teléfono preocupada mientras me daba la noticia.

-No te preocupes, ya veremos que Dios está con nosotros- atiné a decirle en mi rol de hombre que infunde paz. Me he propuesto eso desde hace un tiempo, dejar de ver el problema y buscar la solución que para muchos no es aparente y para mí sí que menos. Alguna vez le pregunté a cierto personaje costeño a quien tengo en alta estima que qué era lo mejor de ser joven cristiano, y me dijo con el ímpetu nada calibrado que la caracteriza (uso el artículo la porque es mujer) que así no se sepa para donde se va, por lo menos se sabe con quién se va. Yo sí sabía para dónde me iba, me iba de para atrás y un tanto de para abajo con la noticia que me daba mi madre, pero tenía que disimular, hacer de tripas corazón, levantar las manos y dejar que el cincel celestial me siguiera puliendo y desbaratando aparentemente.

En realidad, no me preocupaba la plata tanto como aquella mujer. Mi madre estaba angustiada y avergonzada. Con quien no tuvo vergüenza fue con Dios, pues cuenta que después de que colgamos se hincó, se afiló las rodillas y armó un tierrero donde mezcló arrepentimiento con clamores de justicia divina. Ella oró y pidió un milagro, algo creativo como lo que mi familia y sobre todo yo, hemos empezado a acostumbrarnos a ver.

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En la vida real existe un recurso que la escritura audiovisual ha sabido aprovechar a las mil maravillas: el paso de tiempo. Ubicando un paso de tiempo, un personaje puede estar en otro lugar, espacio, situación, circunstancia y cuanto recurso se requiera. No es que el paso de tiempo lo resuelva todo, pero sí alimenta cierta coherencia interna de las historias al darnos licencia para “saltarnos” ciertos acontecimientos que no importan tanto como otros. De nada serviría contar que después de que hablé con mamá almorcé con los de la oficina, dormí un poco en la oficina y luego seguí trabajando en la oficina. La redundancia no importa cuando se puede pasar derecho y enfocarse en lo que uno decide contar.

Tras un paso de tiempo, mi celular sonó y repicó incesantemente hasta que me aseguré de ver quién era el remitente: era mi mamá (otra vez). La llamé y me preocupé al escucharle un chillón tono de voz acompañado de palabras a las carreras, cosa que aunque puede ser habitual en ella yo sabía que guardaba algo especial. –Hijo, no sabes lo que pasó- me dijo con la voz entrecortada. –¿Estás bien, mami? No te preocupes, yo ahora imprimo otro recibo y me consigo la plata-, acusé a decir sin que ella notara el tono fatalista. –Acaba de ocurrir un milagro-. Ahí por fin presté atenta nota.

Resultó que en la portería de nuestro edificio apareció el recibo de la cuota, pero lo milagroso del hecho es que el recibo estaba pagado, con timbre de banco y con el respectivo cambio de la plata que sobraba. Cuenta el celador que una mujer, acompañada de otra más, dejó el recibo luego de confirmar la dirección y asegurarse de que el remitente, el señor Luis Carlos Ávila Rincón, viviera en dicho lugar. Ese es el Dios en el que creo, esa es la fe en la que me baso y ese es el gusto y la expectativa que busco imprimirle a la historia de mi vida, un espacio en donde los planetas no se confabulan ni los astros se alinean, sino que simplemente hay un copy detrás al que le encanta sorprender con sus producciones e invenciones, ahora en versión 2.0.


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