Lo más duro de escribir es que uno tiene que conocer profundamente la condición humana, literalmente hablando. Uno aprende a tocar fondo tomando decisiones que cree que porque vienen del cielo serán buenas y provechosas, pero el margen de error aumenta y la prisa entra. Esto porque estoy entrando en una nueva teoría conspirativa, que tiene que ver con viajes y curiosamente estoy tratando de aterrizar.
Me encanta viajar. Creo firmemente que el hombre que viaja solo renace, y que como decía Chaparrón Bonaparte: "Si cuando viajes no quieres quejas, cuando tú viajes viaja sin viejas". Hay que agarrar cuanto avión lo permita el pasaporte para descubrir esas peculiaridades de la vida, esos reveses y giros mentales tan necesarios para aprender a vivir. Uno viaja y crece, madura, aprende a desarrollar la paciencia y a convivir con la adrenalina, y eso es bueno. Pero si algo he aprendido desde que empecé a viajar fuera del país es que hay viajes que no son para ciertas personas, aunque todas las personas deban viajar.
Ya alguna vez conté lo que viví cuando estuve por primera vez en Los Ángeles. No puedo negar que estando allá tuve el pensamiento fugaz de quedarme, no de aguado, pero sí de tomarme una buena temporada en los yunais para pensar, ganar plata en la meca cinematográfica y probarme a mí mismo que estoy hecho para cosas grandes. Pero ya después de que pasó el jet lag, me di cuenta que estaba pensando desde el sentimiento y el alma, no desde lo que realmente soñaría.
Eso de empacar la vida entera en una maleta y largarse tiene su letra menuda, porque no es que esté mal viajar, lo malo es viajar cuando no era el momento de hacerlo. La gente hippie es así, creen que a través de un viaje se van a encontrar consigo mismos, o con un duende revelador. Y va uno a ver y se queda con esa idea tan hollywoodense de la resolución de la vida, como otorgándole al azar poderes curativos, como si contemplar la idea de empezar de nuevo fuese el milagro en forma de examen de inglés con alto puntaje.
Lo cierto es que esa incipiente sensación de libertad que produce el cambio, el por fin empezar a mandar sobre la vida de uno, se desdibuja cuando va pasando el tiempo. Alguna vez oí que la razón por la que nos gusta irnos es porque o corremos de o corremos a, y creo que es verdad. Nos encanta disfrazar de progreso y avance las ganas de escapar de la triste vida que no es que nos ha tocado, sino nosotros mismos escogimos.
Ahora pienso que es la misma relación social que tienen los urbanos de los campesinos: siempre se subestima al que no ha viajado y se siente estar más cerca de la iluminación que ese que no entiende lo que es vivir afuera, porque es un religioso que piensa que en este país tercermundista está lo suyo. No tomé la decisión siquiera de intentar quedarme, porque me repugnó hacer de mi vida un pedestal de orgullo y prepotencia que además se largaría dejando atrás todo por delante.
Todavía me emociona pensar en que todo lo impactante de viajar se resume en decir hola por primera vez y adiós por última, tanto aquí como allá. Estoy seguro de que me caerán a palos, como de costumbre, por decir lo que pienso. Pero cuando decidí decirle hola a mi propósito y adiós a mi sueño, cuando decidí quedarme en esta tierra chibcha y decirle adiós a la comodidad de largarme, también compré los cupones de la crítica, censura y humillación pública por serle fiel a lo que siento que Dios me ha llamado a hacer.
A estas alturas del partido, una mala decisión me puede dejar destrozado y bombardeado con napalm.
Muy buena entrada.
ResponderEliminarExcelente :D
ResponderEliminarMe gusta!!! Alguna vez senti algo asi!!
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